
El gran Martin Sanchez, hincha celebre del Dragon y ahora a cargo del excelente blog prosadragona.blogspot.com, escribio en su libro, Corazon Pintado, definido por mas de uno como la Biblia de los Defensoristas, este hermoso recuerdo del japones Kijima. Aqui lo compartimos.
Kijima miraba todo, les sonreía a todos y toda mujer que se le cruzara lo hechizaba al punto que se quedaba unos segundos inmóvil con la sonrisa hecha piedra de oreja a oreja. Kijima Ryosouke era un japonés y futbolista que había llegado a Buenos Aires en los ardores del verano de 1999, y asombraba su asombro. Llegó a Defe porque después de muchos años se había reactivado un convenio entre nuestro club y el Yokohama Marinos y la Asociación Japonesa de Fútbol. Defensores fue el primer club de la Argentina en exportar jugadores al Japón, cuando en 1985 se fueron a ese país Jorge Arbelo, un gran número 10, y Oscar Mindolacio, un buen y morochazo número 2. Y así abrió un mercado que con el correr de los años pareció desactivarse. Pero antes y gracias a Defensores, y a la buena imagen que dejaron sus jugadores Arbelo y Mindolacio, se fueron al gigante asiático figuras como Ramón Díaz, Medina Bello, Gorosito y el Beto Acosta.
Y Defensores también fue el primero en hacer debutar a un japonés en Primera: a Kijima. Tenía 19 años y la sangre en remolinos. Nunca aprendió más de un puñado de palabras en español, y cuando lo puteaban los contrarios qué iba a hacer, sonreía. Lo único que decía es "wing-wing", como si fuera otra nomenclatura japonesa cuando el técnico le preguntaba de qué jugaba. Y al principio "el ponja" impresionó bien. Era rápido, encarador, tenía cierta indescifrable habilidad. En la primera práctica muchos se quedaron con la boca abierta y ya fantasearon con rimas con Kijima: deshinibido metió cinco caños y marcó un gol.
Pasó el tiempo y empezó el campeonato, y ya el milagro oriental exigía intensas imploraciones. Pero debutó en primera, y alternaba entre titularidades y suplencias. Seguía sonriéndole a todo, pero más que nada a las mujeres. Cuando como suplente calentaba por los laterales de la cancha, se paralizaba si por ahí alguna dama le gritaba alguna palabrita de aliento. Se detenía y se inclinaba de manera reverencial. Más de una vez se detuvo repentinamente mientras trotaban todos los suplentes y se armó un choque monumental. De entrada, el Yokohama Marinos le había entregado a los dirigentes de Defe un cheque de 13 mil dólares para que a Kijima no le faltara nada. Y además, le habían alquilado un flor de bulín en el barrio de Recoleta. El japonés vivía como un rey y se desvivía por las reinas. Hasta tenía traductor y profesor de español. Pero Kijima se volvió a Tokio sólo diciendo "hola", "cómo llamar", y "linda mujer", los primeros pasos para un levante.
Kijima ya empezaba a estar más flaco y ojeroso, y su nivel mostraba cierta decadencia. Pero igual, ya de vez en cuando, mostraba algunos chispazos. Se me ocurrió para un sábado armar una producción periodística. Yo ya había gastado líneas periodísticas por el japonés porque no me parecía mal jugador, y además me daba cierto orgullo que en Defensores no hubiera prejuicios con las nacionalidades de sus futbolistas, y que fuera el club elegido desde la otra punta del mundo. La idea en un partido de local era hacer una producción con él, seguir al personaje que era Kijima, desde que llegaba al estadio y durante el partido. Esa tarde de fines de marzo de 1999 el japonés volvió a ser suplente. El fotógrafo ya empezó a mirarme torcido porque necesitaba a Kijima jugando. El técnico Oscar Martínez lo mandó a llamar a los 30 del segundo tiempo, y el japonés, que vivía entre ceremonias y asombros, y excedido de respetos y simpatía, me buscó en la tribuna, hizo una reverencia y me sonrió, como tranquilizándome: la nota iba a poder hacerse. Habíamos hablado durante la semana sobre la nota, aunque en realidad el que hablaba era yo, Kijima sólo sonreía.
Y el japonés entró como un torpedo a la cancha. Pedía la pelota como loco, ubicado casi como un wing izquierdo. Se lo notaba más obligado que nunca. Seguramente, sentía la presión extra de hacerme quedar bien con el fotógrafo, de darme con su buen juego sustento a la nota. Porque yo siempre estoy sospechado de exagerar todo cuando se trata de Defe. Kijima la recibió un par de veces y se embarullaba. Estaba nervioso. Hasta que faltando un par de minutos para el final del partido quedó dando vueltas una pelota por la medialuna del área rival, y Kijima llegó como una rafága para pegarle: la pelota no se vio más. Pasó claramente por arriba de la techada. Pero la pelota no apareció más. O sí. Como un mes después de la frustrada producción con Kijima, y de que el fotógrafo dejara la cancha con un "andá a cagar, Sánchez", paré un taxi en el centro y su conductor resultó un muchacho que supo coincidir en un par de años míos de la escuela secundaria. Tras la emoción de reencontrarme con el "Orejón" Russo, me preguntó si seguía siendo de Defe. El era -o es- de Platense, y siempre había cargadas entre los dos. Y pasó a contarme: "¿Sabés una cosa, Cabezón? (así me decían en aquellos años de la adolescencia) Hace un mes, andaba yirando y distraído con el tacho, y cuando me di cuenta estaba casi en Libertador y Comodoro Rivadavia. Había partido. De repente sentí un golpe fuerte en el techo, y enseguida pensé en algún piedrazo, viste, este banderín del Calamar lo llevó siempre colgado. Pero miro a mi izquierda y veo una pelota que cae y pica. Vos sabés que yo soy rápido para los mandados. Di una vuelta en u, paré un segundo y me llevé la pelota. Me di cuenta que era una pelota profesional, que era una pelota del partido. ¿No ves que son unos burros?".
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