Tierra de wines (Tiempo Argentino)





Muy linda historia en el diario Tiempo Argentino de hoy. Trata de la tradición defensorista de contar con wines y, obviamente, se centra en Ortega y Houseman. La escribió el periodista Marcelo Máximo. En la versión papel, está desplegada a dos páginas y tiene, incluso, un recuadro con la opinión de Pinino Más. Aquí, la compartimos (Dato aparte: mañana es el primer día de entrenamiento de Ortega).



Ahí, en ese surco, por donde nadie es capaz de cortar un vuelo. Ahí, en ese rincón de los sueños y de las alas. Sólo por jugar nomás. Ahí, donde los wines hablan de la libertad, de un mundo con la pelota en los pies y donde la libre interpretación de la vida tiene una gambeta que se cae del bolsillo. Medias bajas, zapatillas de lona, tierra y olor a potrero que todavía flota en algún aire. Ese polvillo gris que se te mete, inevitable, en la nariz. Dos buzos, un arco, imaginación y deseos de jugar hasta la noche y con la luna como torre de iluminación casera. Ortega, sólo por el placer de ser niño otra vez. El Burrito, aquí y ahora. Houseman, sólo por ese encanto de poner play en su cabeza, de vez en vez, para gozar de todo aquello que supo ser. Loco, el loco René, allá en blanco y negro y más acá, detrás de un alambrado en la cancha de Excursionistas viendo cómo y mendigo de una migaja de magia en ese mantel hule. Historias, de talentos y de razas, historias de tipos que encienden corazones y latidos, historias que van, ineludibles, a ese libro wines del potrero.

La cuna, el fútbol y después. Defensores de Belgrano, ¿dónde si no? A ese barrio y a ese club, ahí donde René una vez puso en juego la pelota por la raya y corrió, a su aventura para que sea su inspiración la que lo lleve, sin táctica ni estrategia ni nada, a la osadía de la espontaneidad. A que alguien, sin más publicidad que el boca en boca, lo viera. El Flaco, el técnico, ese que quedó enamorado en un encantamiento de primera vez. Huracán, el equipo y la gloria y el reconocimiento en las grandes ligas. Pero, ¿cuál es el concepto de las élites? “Houseman, ¿qué hace acá”?, le dice Menotti al loco, quien mira sentado en un banco como en la villa, en su mundo tan placentero, el wing de su equipo dibuja piruetas de rebeldía en su etapa de profesional.

En la piel y en el alma, los wines son porque sí, inmunes a cualquier fórmula de pizarrón de entrenadores que pretenden ocultar eso que se siente cuando la pelota se pega, seductora, al botín y a la línea. Ortega, el de glamures y de mundiales y de estadios de oro, y una carrera guionada para que los locos soñadores puedan, quizás, revolver en el libreto de las quimeras ese 1971, cuando René prendió la tecla de una estrella que todavía no apaga su luz. El Burrito, el de River, la Selección, Europa y el mundo, se pone la pilcha del Loco para jugar en la Primera B Metropolitana, para que el cuento tenga un sentido y un final. De otro modo: ¿cómo se entiende la decisión de un fanático de Excursionistas y su debut en la contra? “Fui ahí porque no me dieron pelota, entonces me enojé y me fui a Defensores”, cuenta Houseman.

En Ledesma, Jujuy, y en La Banda, en Santiago del Estero. Orígenes y artistas de obras parecidas en el espíritu del juego y en defensores de patadas y patadones de la vida. Adicciones, del pasado y del presente, en una pelea interior de un día a día público. Contaba, Ortega, de su llanto y de una forma de descarga para su problema con el alcohol. De hecho, en su paso por Mendoza –al menos en la idea original de su llegada a Independiente Rivadavia– la intención de la pelota y el fútbol tenía que ver con profundizar un tratamiento para su recuperación. “Todos dicen que hay que ayudarme, pero hacerlo es no meterse, esto es muy personal”, argumentaba el Burrito. “Veo una botella y no se me mueve un pelo ahora”, repite el Loco cada vez que es consultado por una etapa que el propio futbolista puso en escena. Aquella internación de 22 días en el Hospital Durand, dice, lo asustó y desde entonces nunca más. En ese bar de Libertador y Echeverría, ahí donde dice quién es, René sonríe, café en mano.

El arribo de Ortega a Defensores, tal vez, sea un escenario para que el fútbol, ese que tanto le gusta, siga siendo el cable a tierra para que la gambeta sea, definitivamente, un estilo de vida. Si a Ariel lo acusan de ausencias en las prácticas y, en consecuencia, se aplican castigos y premios por lo que pueda ofrecer, poco aportará esta nueva y siempre renovada ilusión. Si no se lo entiende, y desde un lugar profesional y de integración se lo contiene, la felicidad será tan efímera como inútil. Y pasará, entonces, a ser una etapa más de las simples y vacías de un pasado reciente que todavía le duele. “Yo hubiera jugado muchos años más de no ser por el alcohol, a mí me quitó las piernas”, reconoce el Loco Houseman, el de antes y ese que en la actualidad mira de lejos todos esos soles de los estadios.

De la nada a la gloria y el después, en ese día donde la vida te pone en la vida misma. De la virtual –de los cantos y canciones de la hinchada– a la real, a la de las calles y de las soledades. No se rinde, este Burrito, ni se entrega en su pelea. Juega y quiere, quizás, porque en su plan la cintura y el quiebre y la gambeta son su mejor y una profesión. ¿Qué importa si la cuenta bancaria habla de millones o monedas? El duelo, que se prepara en escena, es el que debe ganar mientras todavía juegue con su hilo y su carretel en una cancha con matas y con olores de esos buenos viejos tiempos de un barrio. Porque, difícilmente pase por zozobras económicas, pero las otras, las miserias ajenas al monedero, son las que necesita resolver para luego, un tiempo más acá, ser Ariel Ortega.

Jugó, en ese equipo llamado Los Intocables, con Carlos, su hermano mayor. Y, con apenas 14 años, sentía el brillo y la pasión idéntica y genuina de la Selección y una vuelta olímpica en el Monumental, en el Mundial ’78. La peleó, el Loco, le discutió a la vida sobre sus posiciones y las ideas, mientras iba por la raya soñando con llegar y pasar y sentir, en un amago, que su mundo era posible. Jugó, Orteguita, en equipos y en élites desde Atlético Ledesma hasta Francia ’98, ahí cuando con la impronta de un audaz gambeteaba a todos los ingleses en octavos de final con la camiseta argentina. Defensores de Belgrano, la cuna del origen y del final. Defensores de un potrero en el que, desde chicos, imaginamos jugadas en el barro, y en el oro. Secando los mocos con las mangas del buzo, medias bajas, zapatillas de lona y vuelos de un wing

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