¡Que los partidos duren diez horas! (por Martín Sánchez)


Barcos de lujo, restaurantes con mares en los pies, billetes, caribes, holgazanería en el resort, pilchas, 300 kilómetros en la coupé: los dioses parecen rendidos. Sin embargo la risa se estira con botox, y la felicidad es una copia siempre falsa que se vende cara.
Pero pocos saben que no es tan difícil ser feliz. Lo sabemos los que vivimos la vida en rojo y negro, esa combinación que enciende y que nos hace desconfiar de la vulgaridad de masas y marquesinas. Que tercos nos juntamos en nuestro templo antiguo, viejo amante del río, para insistir en lo que por ejemplo ocurrió ayer, la felicidad despojada. Con nuestras mujeres, nuestros viejos, los chicos, cantamos y nos abrazamos tres veces que pudieron ser más, y vimos como este anhelo ancestral de ser los más felices en este época va por buena senda. ¿Se puede comparar con algo esta felicidad de jugar y jugar, de reir y reir, de estar con los tuyos, los nuestros y los míos, de gozar con cada minuto de los 90 que nos permitimos?
¿Alguien se imagina que pasaría si lo partidos duraran tres, cuatro horas? Serían diez, doce goles la diferencia, y nuestro Dios recuperado hecho Tanque Giménez aguantaría igual con sus piernas maltrechas por los herejes. Para esta temporada en las nubes suceden también duendes imprevisibles, como el pibe Sommariva, quien cuando toma la pelota todo se pone claro, todo es posible. Estamos desbordados de música, y si no que le pregunten al chiquito Cobian, quien interpreta tan bien y sin embargo en la próxima va a estar con nosotros viendo desde la tribuna. Además de jugar tres o cuatros horas, ¿No se puede formar con 14, 15? Sommariva no puede salir, Cobian merece estar, Montagnoli debe volver, pero Alberich merece jugar, Porcel en lugar de Arce, pero Arce no se mueve, y entra Coria por Montenegro, pero se quedan con Coria y Montenegro, y quieren ver al maguito González y a Vaselina Becica, y a Serrano, Marzoratti…
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De repente, como un amor arrepentido, se nos ofreció la felicidad. Perdonemoslé los desplantes y vayamos al altar del goce para al final casarnos con el título de gran campeón.

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